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Más allá del retiro: la Generación Z de Perú exige un país que no les robe el futuro

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 5 oct
  • 4 Min. de lectura
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En las calles de Lima y otras ciudades del Perú, una nueva generación ha tomado la palabra. Jóvenes nacidos entre finales de los 90 y los años 2000, conocidos como Generación Z, han salido de las aulas virtuales y las redes sociales para transformar su indignación en acción colectiva. Lo que comenzó como una protesta contra una reforma previsional se ha convertido en un grito multigeneracional contra un sistema que sienten ajeno, corrupto y excluyente. Esta generación, que creció durante la bonanza económica pero heredó una crisis permanente, exige ser escuchada no solo como manifestante, sino como ciudadana con derecho a un futuro digno.

La chispa que encendió las protestas fue una reforma al sistema de pensiones que obligaba a trabajadores independientes a afiliarse a las AFP o la ONP desde 2028, limitando el retiro del 95,5% de fondos para menores de 40 años. Para una generación que ya ve el retiro como una quimera, esta medida fue interpretada como un robo descarado de su ya precario futuro. Aunque el gobierno retrocedió y aprobó un octavo retiro, las marchas continuaron porque, como dice Mía, una estudiante de 21 años: "No es solo sobre las pensiones, es sobre que nunca hemos tenido una oportunidad justa". La reforma previsional fue solo la punta del iceberg de un malestar acumulado durante años.

El rechazo a la Ley de Amnistía promulgada en agosto de 2025 ha añadido combustible al fuego. Esta norma, que beneficia a militares y policías acusados de crímenes durante el conflicto armado interno, es vista por los jóvenes como la perpetuación de un Estado autoritario que protege a los responsables de violaciones de derechos humanos. "Mis padres lucharon por la democracia y ahora ven cómo los asesinos de sus compañeros quedan impunes", denuncia Carlos, un manifestante de 23 años cuyos padres fueron desaparecidos durante la violencia. Para la Generación Z, esta ley representa la continuidad de una impunidad histórica que debe terminar.

La inseguridad ciudadana ha convertido la sobrevivencia diaria en una lucha constante. Transportistas y pequeños comerciantes viven bajo extorsión permanente, mientras el Estado parece más interesado en reprimir manifestantes que en proteger a la población. "Cuando mi padre fue asaltado por tercera vez, la policía nunca llegó. Pero cuando salimos a protestar, aparecen con tanquetas y perdigones", relata Ana, una joven de 22 años cuyo familia tiene un pequeño negocio en Lima. Esta percepción de un Estado ausente en la protección ciudadana pero presente en la represión política ha radicalizado a muchos jóvenes que antes eran apolíticos.

La precariedad laboral es otro punto de quiebre para una generación que ve el futuro laboral como una utopía. Con una tasa de informalidad que supera el 70% y salarios que no alcanzan para vivir dignamente, muchos jóvenes han abandonado la esperanza de acceder a un trabajo formal con beneficios sociales. "Estudié cinco años para ganar mil soles al mes, mientras mi jefe se compra su tercer departamento", señala Diego, un recién egresado de ingeniería que ahora trabaja como delivery. Esta brecha entre el esfuerzo educativo y las recompensas económicas ha generado una clase de jóvenes educados pero empobrecidos que ven la protesta como su única herramienta de negociación.

La represión estatal durante las protestas ha sido un catalizador político para miles de jóvenes. El uso de perdigones, bombas lacrimógenas y detenciones arbitrarias ha dejado cientos de heridos, incluyendo periodistas y manifestantes pacíficos. "Me dispararon en la espalda mientras huía. Ahora entiendo por qué mis padres me decían que este país nunca cambia", cuenta Lucía, una estudiante de comunicaciones. Esta violencia policial no ha disuadido a los manifestantes; al contrario, ha legitimado su causa ante la opinión pública y ha convertido a las víctimas de represión en símbolos de una lucha más amplia por democracia y justicia.

Las demandas de la Generación Z trascienden lo económico y lo político tradicional. Más allá de la renuncia de la presidenta Dina Boluarte —a quien consideran ilegítima por su ascenso tras el golpe contra Pedro Castillo en 2022— y el cierre del Congreso, estos jóvenes exigen una refundación del sistema político. Rechazan los partidos tradicionales y sus prácticas clientelistas, y sueñan con una democracia participativa donde la ciudadanía tenga voz real en las decisiones que afectan su futuro. "No queremos solo cambiar caras, queremos cambiar las reglas del juego", afirma el colectivo "Z No Se Rinde", que ha convocado a miles de jóvenes a través de redes sociales sin liderazgos formales.

Lo que distingue a esta generación es su capacidad de articulación simbólica y su desconfianza hacia las estructuras verticales de poder. Han adoptado la bandera pirata del anime One Piece como emblema de rebeldía y justicia, y utilizan el humor y la creatividad como herramientas de resistencia. Durante las marchas, se ven carteles que mezclan referencias a series juveniles con demandas políticas serias, creando un lenguaje propio que habla a sus pares pero también a una sociedad peruana cansada de lo mismo. Esta estética generacional no es superficial; es una forma de construir identidad colectiva en un país donde las instituciones han fallado en crear sentido de pertenencia.

El futuro de esta rebelión generacional aún está por escribirse. La Generación Z peruana ha demostrado que puede movilizar masas sin partidos políticos ni líderes carismáticos, pero aún enfrenta el desafío de traducir su fuerza callejera en cambios institucionales duraderos. Mientras tanto, su lucha ha abierto un espacio de esperanza en un país acostumbrado al cinismo político. Como dice una pancarta que se ha vuelto viral: "No nacimos para sobrevivir, nacimos para vivir dignamente". Esta generación no solo protesta contra un sistema que sienten roto; está imaginando y construyendo, paso a paso, las bases de un Perú que aún no existe, pero que ya resuena en las calles y en las redes como una promesa posible.

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