El Señor de los Milagros: Un morado que tiñe nuestra sangre
- Alfredo Arn
- 18 oct
- 5 Min. de lectura

En el corazón de Lima, hay un color que cada octubre se vuelve más intenso que el gris de la garúa. Es el morado, el color de la esperanza, el color de Él. Mi abuela, doña Carmen, decía que esta historia no comenzó en un palacio ni con un rey, sino en una pared humilde, en el barrio de Pachacamilla, pintada por manos morenas. Un esclavo angoleño, en el lejano siglo XVII, dio el primer brochazo para dibujar al Cristo en la Cruz. Esa imagen, nacida de la fe de los olvidados, sería el origen de todo.
La primera lección familiar sobre el Señor de los Milagros llegó con un terremoto. Mi bisabuela, entonces una niña, se la contó a mi abuela: “En 1746, Lima se desmoronó. Los edificios cayeron como castillos de naipes, pero esa pared, esa pared con la imagen morena, se mantuvo en pie, sin una grieta”. En nuestra familia, eso no es solo un dato histórico; es la prueba de que hay cosas que los temblores de la vida no pueden derribar. La fe es una de ellas.
Mi tía abuela Rosa era una de las sahumadoras. Antes de que el anda saliera en procesión, ella, con su vestido morado impecable, preparaba el incienso en la iglesia de Las Nazarenas. El aroma a nardo y mirra se le impregnaba en la ropa y, cuando volvía a casa, la casa entera olía a solemnidad. Para nosotros, los niños, ese olor se convirtió en el perfume oficial de octubre, un aroma que anunciaba que algo sagrado estaba por ocurrir.
La preparación para la procesión era un ritual en sí mismo. Mi madre y mis tías sacaban los vestidos morados, los planchaban con esmero y cosían los pequeños escapularios del Señor de los Milagros. En la mesa, aparecían las Turrones de Doña Pepa. Mi abuelo, con paciencia de orfebre, explicaba que su origen era un milagro: una esclava a quien el Señor curó de una parálisis, en agradecimiento, creó este dulce mestizo, lleno de capas y sabores, como el Perú mismo.
El día de la procesión principal, la ciudad cambiaba su ritmo. El trajín caótico de Lima daba paso a una cadencia lenta, marcada por los himnos y las plegarias. Ir a “ver al Señor” no era un paseo; era una peregrinación. Mi padre me cargaba sobre sus hombros para que pudiera ver por encima de la multitud. Desde allí, el mundo era un río morado, un mar de fe en movimiento.
La emoción más grande era cuando el anda, imponente, pesada de fe y de oro, doblaba la esquina. Un silencio expectante, roto solo por el grito de la cuadrilla de cargadores, se apoderaba de la multitud. Luego, el sonido de la banda de músicos interpretando el Himno al Señor de los Milagros erizaba la piel. Mi abuela se santiguaba y una lágrima silenciosa recorría su mejilla. Eran lágrimas de tradición, de agradecimiento, de pedidos íntimos hechos en voz baja.
En nuestra familia, el Señor de los Milagros no es un espectáculo lejano. Mi primo mayor, Javier, es cargador. Durante semanas, entrena su físico y su espíritu para tener el honor de llevar al Cristo Moreno en el hombro. Él dice que no es un peso, es una fuerza. Que en los momentos de mayor cansancio, siente una energía que lo impulsa a seguir. Para nosotros, ver su rostro concentrado y lleno de devoción bajo el anda es uno de los orgullos más grandes de la familia.
La procesión también es un reencuentro. Entre la multitud, siempre nos encontrábamos con primos lejanos, con amigos de la infancia de mis padres, con vecinos de antaño. El morado nos unía a todos, borrando por un momento las diferencias. Era la familia grande, la familia limeña, congregada alrededor de su Patrón. Allí se sellaban promesas de visitas que, a veces, el ajetreo de la vida nos hacía postergar.
La devoción no era solo para los días de gloria. Recuerdo cuando mi hermana menor estuvo muy enferma. Mi madre, desesperada, encendió una vela morada y se encomendó al Señor de los Milagros. No hubo un milagro espectacular, pero sí una paz que se apoderó de la casa, una certeza de que todo mejoraría. Y así fue. Desde entonces, en los momentos difíciles, la imagen morena en nuestro altar familiar es el primer refugio.
Doña Carmen ya no está con nosotros. Partió un octubre, rodeada del color que tanto amó. El día de su funeral, el sacerdote, sabiendo de su devoción, permitió que un pequeño estandarte del Señor de los Milagros acompañara su ataúd. Fue su manera de decirnos que, así como la pared resistió los terremotos, su fe la había sostenido hasta el final. El morado, nos dimos cuenta, también es el color del consuelo.
Hoy, soy yo quien lleva de la mano a mi sobrina para ver la procesión. Le explico las tradiciones, le canto los himnos que me enseñó mi abuela y le compro un algodón de azúcar morado. Sus ojos brillan con la misma emoción que los míos hace treinta años. En su mirada, veo el futuro de esta devoción, la siguiente capa en la historia de nuestra familia.
El Señor de los Milagros es más que una imagen religiosa. En el tejido de nuestra familia, es el hilo morado que conecta a bisabuelos, abuelos, padres e hijos. Es la historia de un Cristo pintado por un esclavo que se convirtió en el Rey de los corazones limeños. Es la fuerza que encontró mi primo en sus hombros, el consuelo que halló mi madre en la enfermedad y la paz con la que mi abuela se fue.
Cada año, cuando el anda regresa a su camarín en Las Nazarenas y la ciudad vuelve lentamente a su ritmo normal, algo queda impregnado en el aire. No es solo el humo del incienso, es la sensación de haber sido parte de algo más grande. Nuestra casa, durante días, guarda un silencio especial, un eco de la solemnidad vivida.
Y así, mientras Lima se quita el manto morado hasta el próximo octubre, nosotros guardamos nuestros vestidos con cuidado. Sabemos que la devoción no se guarda en un armario. La llevamos en la sangre, en los recuerdos, en las anécdotas que seguiremos contando. Es un legado de fe, de resiliencia y de unidad familiar.
Por eso, cuando la gente pregunta por qué el Señor de los Milagros es tan importante para los limeños, yo solo puedo responder con mi historia. No es solo una procesión; es la herencia de doña Carmen, el esfuerzo de Javier, las lágrimas de mi madre y la curiosidad de mi sobrina. Es el Cristo Moreno que, desde su pared inquebrantable, ha visto crecer a mi familia, nos ha unido en la alegría y nos ha sostenido en el dolor. Él es, simplemente, el Señor de nuestros milagros.







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