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Mensajeros de luz: Miguel, Rafael y Gabriel, compañeros de camino hacia el cielo

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 29 sept
  • 2 Min. de lectura

  

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Los ángeles son criaturas puramente espirituales creadas por Dios para ser sus mensajeros y servidores; la Sagrada Escritura los presenta como “ministros que hacen su voluntad” (Sal 103,21). Aunque invisibles, su presencia se hace real en la historia de la salvación: custodian a los pueblos, protegen a los justos y ejecutan los designios divinos. La Iglesia enseña que cada creyente tiene un ángel guardián, “una inteligencia celestial que nos acompaña desde la cuna hasta la hora de nuestra muerte”, como recordó San Basilio. Esta verdad de fe nos invita a vivir con conciencia de que nunca estamos solos: junto a nosotros hay un amigo invisible que ora, defiende y guía nuestros pasos hacia el cielo.

Entre la multitud angélica, tres nombres resplandecen con luz propia: Miguel, Rafael y Gabriel. San Miguel es el príncipe de los ejércitos celestiales, el guerrero que venció a Lucifer y que sigue protegiendo a la Iglesia contra las tinieblas del mal; su nombre —“¿Quién como Dios?”— es la primera y última respuesta a toda tentación. San Rafael, “la medicina de Dios”, acompaña a los peregrinos y sana las heridas del alma, como lo hizo con Tobías, ensañándonos que confiar en el Señor es encontrar el verdadero remedio para nuestros corazones rotos. San Gabriel, “la fuerza de Dios”, trae la buena noticia que cambió la historia: “Ave, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28); en su anuncio a María se enciende la esperanza de que Dios nunca abandona a su pueblo.

La liturgia celebra el 29 de septiembre la fiesta de estos tres Arcángeles para recordarnos que la lucha por la santidad no es solitaria. En cada Eucaristía, los ángeles se unen a nuestra alabanza —“Santo, Santo, Santo”— y ofrecen ante el altar la victoria de Cristo. Invocar a Miguel es pedir valentía para rechazar el pecado; a Rafael, para que sane nuestras divisiones familiares; a Gabriel, para que renueve nuestra misión de evangelizar. La tradición cristiana aconseja rezar la jaculatoria “Ángel de Dios, mi dulce guardián…” al despertar y al dormir, gesto sencillo que mantuvo viva la fe de tantos mártires y que hoy puede convertir nuestros días en una cadena continua de gratitud y confianza.

En un mundo que se jacta de autonomía pero se hunde en la ansiedad, la doctrina sobre los ángeles es un recordatorio de que somos criaturas amadas, sostenidas por manos invisibles. No debemos adorar a los ángeles —solo a Dios se le debe culto— pero sí debemos tratarles como hermanos mayores que interceden por nosotros. Cuando nos sentimos débiles, recordemos que “el ángel del Señor acampa en torno de los que le temen” (Sal 34,8); cuando la noche nos asusta, repitamos con la Madre Iglesia: “Que vuestro ángel vaya delante de mí y me guíe hasta que vuelva sano y salvo”. Así, cada cristiano se convierte en una “casa de los ángeles”, donde la alabanza no cesa y donde la esperanza se hace carne para un mundo sediento de eternidad.

 

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