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Lima bajo extorsión: el negocio criminal que el Estado no logra detener

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 6 oct
  • 3 Min. de lectura
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La informalidad en el transporte público de Lima no es solo un problema de falta de regulación, sino una puerta de entrada para la delincuencia organizada. Miles de conductores y cobradores trabajan sin contratos formales, sin protección laboral y bajo la amenaza constante de bandas criminales que exigen el pago de “cupos” diarios no solo a la empresa, sino también a los conductores que cobran diario. Esta situación ha convertido al transporte urbano en un territorio controlado por mafias, donde la violencia y la extorsión son la norma, y donde el Estado ha sido, hasta ahora, incapaz de garantizar seguridad y justicia.


Las bandas de extorsionadores, como la organización “DESA” liderada por un ciudadano venezolano en San Martín de Porres, han construido verdaderos imperios delictivos. Con estructuras jerárquicas, uso de tecnología y violencia sistemática, estas mafias recaudan millones de soles al mes. Quienes se niegan a pagar son atacados, y en algunos casos, asesinados. La extorsión ya no es un delito aislado; es una industria que se ha apoderado de rutas enteras y que ha sembrado el terror entre transportistas y pasajeros.


Paralelamente, la corrupción dentro de la Policía Nacional del Perú (PNP) ha minado cualquier intento serio de combatir esta problemática. En lo que va del año, más de 100 policías han sido detenidos por cobrar coimas, lo que revela una institución permeable al soborno y la complicidad. Casos como el de “Los incorregibles de San Juan de Miraflores”, que sembraban drogas y armas para extorsionar a ciudadanos, demuestran que la corrupción no es solo un acto individual, sino una red organizada que opera desde dentro del aparato estatal.


Esta doble crisis —crimen organizado y corrupción policial— ha creado un círculo vicioso; las mafias se fortalecen porque saben que, en muchos casos, pueden comprar la impunidad. Los transportistas, sin protección efectiva, prefieren pagar antes que denunciar. Y los ciudadanos, testigos cotidianos de esta impunidad, pierden confianza en las instituciones. El resultado es una ciudad donde la ley se negocia en cada esquina, y donde el miedo se ha vuelto parte del paisaje urbano.


Para romper este círculo vicioso, el primer paso es fortalecer la institucionalidad policial. Esto implica no solo captar más policías, sino formarlos con ética, pagarles dignamente y evaluarlos constantemente. La corrupción no se combate solo con denuncias: se requiere un sistema de incentivos que premie la honestidad y sancione con severidad a quienes traicionan el uniforme. Sin una policía confiable, cualquier estrategia de seguridad está condenada al fracaso.


En segundo lugar, es urgente crear una unidad especializada anticorrupción dentro de la PNP, con facultades para investigar a sus propios miembros, sin interferencias políticas. Esta unidad debe estar integrada por agentes seleccionados bajo criterios de transparencia y rendición de cuentas, y debe colaborar directamente con el Ministerio Público y la Defensoría del Pueblo. La impunidad policial debe ser erradicada con la misma intensidad con la que se persigue al crimen organizado.


Tercero, se debe proteger efectivamente a quienes denuncian. Los transportistas que se atreven a reportar extorsiones deben contar con programas de protección de testigos, subsidios temporales y acompañamiento legal. Sin garantías, la denuncia seguirá siendo un acto de valentía suicida. El Estado debe convertirse en un escudo, no en un espectador. Solo así se podrá romper el cerco del miedo que mantiene a las mafias en el poder.


Cuarto, es necesario desarticular las estructuras económicas del crimen. Las bandas no solo viven de la extorsión: también del lavado de dinero, del tráfico de influencias y de la complicidad de redes locales. Se requieren investigaciones financieras profundas, congelamiento de activos y seguimiento de transferencias, especialmente hacia el extranjero. Si se les quita el dinero, se les quita el poder.


Quinto, el transporte público debe ser formalizado de una vez por todas. Esto implica registro único de conductores, licencias verificables, rutas claras y empresas responsables. La informalidad no es solo un problema laboral; es el terreno fértil donde crece la extorsión. Un transporte formal es más difícil de secuestrar, más fácil de fiscalizar y más seguro para todos.


Por último, la ciudadanía debe ser parte de la solución. Campañas de conciencia, líneas de denuncia anónimas y sistemas de recompensas por información que lleve a capturas pueden convertir a los limeños en aliados del cambio. La extorsión y la corrupción no se combaten solo con más patrulleros: se combaten con más ciudadanía. Solo cuando el miedo deje de ser el dueño de la calle, Lima podrá recuperar su derecho a moverse sin pagarle a la delincuencia.

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