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Intereses privados y decisiones públicas: la captura del Estado en la obra pública peruana

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 4 oct
  • 3 Min. de lectura
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La corrupción en las obras públicas del Perú es un fenómeno histórico que ha permeado distintos niveles del Estado, afectando gravemente el desarrollo del país. A pesar de los esfuerzos legislativos y de control, esta práctica sigue siendo una constante en la contratación estatal, generando pérdidas millonarias y obras inconclusas que impactan directamente en la calidad de vida de la población. La percepción ciudadana refleja esta realidad; Perú cayó seis puestos en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024, ubicándose en el puesto 127 de 180 países.

Durante las últimas décadas, numerosos casos de corrupción han salido a la luz, muchos de ellos vinculados a grandes proyectos de infraestructura. Desde la construcción de carreteras hasta hospitales y escuelas, las irregularidades han sido recurrentes. Sobreprecios, adjudicaciones directas, empresas fantasma y coimas han sido parte de un entramado que ha beneficiado a redes corruptas dentro y fuera del Estado. Esto ha generado un profundo descreimiento en las instituciones y en el sistema político.

Uno de los ejemplos más emblemáticos es el caso de los hospitales paralizados por investigaciones de corrupción. Varias de estas obras, iniciadas hace más de diez años, siguen sin concluir, lo que ha limitado el acceso a servicios de salud adecuados para millones de personas. Durante la pandemia de COVID-19, esta situación se volvió aún más crítica, evidenciando cómo la corrupción puede tener consecuencias directas sobre la vida y la seguridad de los ciudadanos.

La debilidad institucional es uno de los principales factores que permite la persistencia de la corrupción en obras públicas. Aunque Perú cuenta con leyes modernas y organismos de control como la Contraloría General de la República, estos han sido históricamente limitados por falta de recursos, presiones políticas y falta de independencia. Además, la constante inestabilidad política —con cinco presidentes desde 2020— ha dificultado la implementación de políticas anticorrupción coherentes y sostenidas en el tiempo.

El sistema de contrataciones públicas, a pesar de haber sido reformado en varias ocasiones, sigue siendo vulnerable a la manipulación. En abril de 2025 entró en vigencia una nueva ley que busca alinear el proceso con estándares internacionales, incluyendo auditorías en tiempo real y sanciones más estrictas para empresas y funcionarios involucrados en actos de corrupción. Sin embargo, su efectividad dependerá de la voluntad política para aplicarla y de la capacidad del Estado para hacer cumplir las normas.

La impunidad sigue siendo un problema grave. Muchos de los involucrados en grandes casos de corrupción no han sido sancionados, o lo han sido de forma simbólica. La lentitud del sistema judicial, sumado a la falta de independencia de algunos sectores del Poder Judicial, ha permitido que muchas investigaciones queden en la impunidad. Esto refuerza la sensación de que el sistema está diseñado para proteger a los poderosos y castigar solo a los más vulnerables.

La ciudadanía ha respondido con indignación, pero también con desgaste. Las marchas y protestas contra la corrupción han sido frecuentes, pero muchas veces no han traído cambios concretos. Esto ha generado una apatía creciente y una desconexión entre la sociedad y la clase política. En este contexto, surgen con facilidad propuestas populistas que prometen acabar con la corrupción, pero que en la práctica no cuentan con planes viables ni con la intención real de transformar el sistema.

Las próximas elecciones generales de 2026 serán una oportunidad clave para que la ciudadanía exija compromisos claros contra la corrupción. Sin embargo, existe el riesgo de que se repita el ciclo de 2021, cuando el descontento llevó al poder a figuras sin experiencia ni voluntad de reforma profunda. Para evitarlo, es necesario que la sociedad civil, los medios de comunicación y los actores políticos responsables articulen una agenda común que priorice la transparencia, la rendición de cuentas y el fortalecimiento institucional.

El futuro dependerá de la capacidad del Perú para romper con las redes de corrupción que han capturado al Estado. Esto implica no solo sancionar a los corruptos, sino también construir un sistema político más ético, con partidos fuertes, servicio civil profesional y una justicia independiente. Además, se requiere una educación cívica que fomente valores de honestidad y responsabilidad desde la infancia, para construir una cultura que rechace la corrupción como forma de vida.

En sintesis, la corrupción en obras del gobierno en Perú es un problema complejo, pero no irresoluble. Requiere voluntad política real, compromiso ciudadano sostenido y reformas profundas que vayan más allá de los discursos. Si no se actúa con decisión, el país seguirá estancado en un círculo vicioso de impunidad, ineficiencia y desigualdad. Pero si se logra articular una respuesta integral, el Perú tiene la oportunidad de construir un Estado más transparente, eficiente y al servicio de todos sus ciudadanos.

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