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El sistema que cobra y no cura: la crítica situación de EsSalud

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 7 oct
  • 4 Min. de lectura
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En las afueras del hospital Alberto Sabogal, en Bellavista, la fila comienza a formarse a las cuatro de la mañana. Marta, obrera textil de 52 años, lleva tres horas de pie y aún le faltan dos para que abran la ventanilla de citas. Lleva un mes con dolores que le suben por la espalda, pero su empresa solo le otorgó un día de permiso; si no consigue la cita hoy, perderá el turno y el sueldo del mes se resentirá. Ella representa a millones de peruanos que, tras años de aportar sin falta al sistema, descubren que la “seguridad social” es, en la práctica, una travesía de madrugones, trámites y humillaciones. La promesa de protección se convierte en una lotería donde el premio es no empeorar.

La desigualdad social se agudiza cuando el cuerpo falla. Mientras los empleados de altos ingresos contratan clínicas privadas desde su celular, el resto debe negociar con un aparato estatal que parece diseñado para disuadir. El trabajador formal aporta el 9 % de su remuneración mensual, pero cuando necesita una resonancia se entera de que la lista de espera supera los cien días. La “atención universal” se vuelve un eufemismo; se universaliza la fila, no el acceso. En los pasillos de EsSalud se mezclan el olor a desinfectante y la ansiedad de quienes saben que cada día de demora es un día menos de ingresos para la casa.

La precariedad se siente hasta en el lenguaje. “Canjear el CITT” suena a transacción bancaria, pero es el acto de convertir un papel de médico particular en el “pase mágico” que justificará ante la empresa por qué faltó. El proceso puede durar diez días hábiles; diez días en los que el obrero acumula inasistencias, descuentos y la amenaza de ser reemplazado. Mientras tanto, la enfermedad —lejos de ser un evento biológico— se transforma en riesgo laboral y motivo de estigma. El jefe no pregunta “¿cómo te sientes?”, sino “¿ya tienes el papel?”. La salud se convierte en burocracia y la burocracia, en castigo.

Las familias desarrollan estrategias de supervivencia que revelan la magnitud del abandono. Abuelos que dejan de comprar medicamentos para la presión a fin de que sus hijos puedan pagar un analgisis privado; madres que venden el único televisor para costear una tomografía que EsSalud marca para “el próximo semestre”. En los barrios populares se ha instalado la figura del “primo que trabaja en una clínica”: el pariente que puede conseguir un turno “por fuera” a cambio de un sobre precio que equivale a quince días de salario mínimo. La solidaridad popular se activa cuando el Estado ausenta, pero esa red informal tiene límites y precio.

La violencia simbólica del sistema se hace carne en la ventanilla. La trabajadora debe demostrar que está enferma a un funcionario que la mira sobre el hombro, que le pide repetir la historia porque “no se entendió”, que la invita a retirarse si falta un sello. La enfermedad, que ya es una experiencia vulnerable, se ve expuesta al escrutinio público; se debe contar frente a desconocidos cuándo empezó el dolor, cuántas veces vomitó, si sangró o no. La intimidad se convierte en requisito y la dignidad, en variable de ajuste. Muchas mujeres renuncian al trámite ante la vergüenza de detallar síntomas ginecológicos en voz alta; prefieren aguantar antes que exponerse.

La corrupción interna no solo desvía millones, también mina la confianza. Cuando se destapa un nuevo caso de sobre precio en medicamentos o de “coimas para subir en la lista de espera”, el mensaje que llega al usuario es demoledor: tu salud vale menos que la comisión de un intermediario. La indignación se mezcla con resignación: “Total, ¿a quién le reclamo?”. La impunidad alimenta el cinismo y el cinismo, la deserción. Por eso tantos terminan en el consultorio de la esquina, donde un “médico” sin título les inyecta sueros multivitamínicos por veinte soles; no cura, pero tampoco les hace perder el día.

El teletrabajo y las plataformas digitales prometieron modernizar la atención, pero para el trabajador enfermo la brecha digital es otra trampa. El adulto mayor que no maneja apps debe pedirle al nieto que “le saque la cita”; si el niño falla, falla el abuelo. Las citas virtuales se agotan en minutos, los navegadores se congelan y el call center colapsa. La “transformación digital” terminó trasladando la fila física a una fila virtual, donde el que tiene mejor señal o más datos móviles gana. La tecnología, lejos de democratizar, reproduce las desigualdades previas.

La pandemia dejó al descubierto la fragilidad, pero también la resiliencia social. Durante los peores meses de COVID-19, los trabajadores informales que no tenían aportes ni siquiera podían soñar con una cama de EsSalud; sin embargo, en los comedores populares surgieron colectas para comprar oxígeno y en las zonas rondas vecinales organizaron turnos para trasladar enfermos de hospital en hospital. Aquella experiencia forjó una memoria colectiva: el Estado no vendrá, depende de nosotros. Aun así, la auto organización no puede suturar una herida que requiere quirófano, ni un cáncer que exige radioterapia.

Las voces de los usuarios empiezan a tejer un relato que excede la queja; es una crónica del derecho negado. “No queremos privilegios, queremos turnos”, dicen en las asambleas de asegurados que se reúnen en los parques de Vitarte. Exigen que se respete la ley que establece un máximo de treinta días para cirugías no urgentes; exigen que se publique la lista de espera para que todos vean si hay o no favoritismos; exigen, sobre todo, ser tratados como ciudadanos y no como números. El trabajador enfermo ha aprendido que su enfermedad es también una forma de política; cuando se organiza, su dolor se hace evidencia y su historia, prueba.

La salud no puede seguir siendo la variable de ajuste del presupuesto nacional. Mientras se anuncian nuevos “planes de modernización” con PowerPoints y conferencias de prensa, Marta sigue madrugando y la fila sigue creciendo. La verdadera transformación comenzará el día en que un ministro tenga que sentarse junto a ella a las cuatro de la mañana, cuando el presidente de EsSalud deba “canjear su CITT” y cuando la enfermedad deje de ser un problema individual para convertirse en una urgencia colectiva. Hasta entonces, la atención al usuario seguirá siendo un espejo que refleja la desigualdad del país; del lado de acá, el trabajador que aporta y sufre; del lado de allá, el sistema que cobra y calla.

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