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Wi-Fi: La red invisible que gobierna el mundo conectado

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 30 ago
  • 3 Min. de lectura
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En el siglo XXI, la mayor infraestructura de poder no se construye con acero ni hormigón, sino con ondas electromagnéticas que atraviesan muros y bolsillos. El Wi-Fi, red invisible a simple vista, ha pasado de ser un lujo de aeropuertos a convertirse en el sistema nervioso de la economía digital: 45 900 millones de dispositivos dependen de él y su valor económico global supera los 54 billones de dólares. Sin que la percibamos, gobierna las horas laborales en casa, los pagos con el móvil, la clase virtual del alumno y la receta médica que llega por videollamada.

La omnipresencia del Wi-Fi se debe a su capacidad de ofrecer datos casi gratuitos una vez instalada la infraestructura. Mientras que un giga consumido en red móvil puede costar centavos, el mismo giga viajando por Wi-Fi cuesta milésimas. Esa diferencia explica por qué los teléfonos pasan más del 70 % de su tiempo conectados a redes Wi-Fi incluso en países con cobertura 5G excelente. La preferencia no es tecnológica, sino económica; el Wi-Fi democratiza el acceso a la banda ancha.

Desde 2024, el estándar Wi-Fi 7 ha comenzado su despliegue masivo. Apple, Samsung y Google ya integran chipsets compatibles en sus buques insignia, y los primeros puntos de acceso corporativos ofrecen velocidades medias de 565 Mbps, un 78 % más rápidas que Wi-Fi 6. El truco está en el Multi-Link Operation, que combina simultáneamente las bandas de 2,4 GHz, 5 GHz y los nuevos 1 200 MHz del espectro 6 GHz, creando carreteras invisibles de datos que se adaptan automáticamente a la congestión.

El 6 GHz es el nuevo recurso estratégico. Estados Unidos lo liberó por completo en 2020 y calcula que esta decisión añadirá 158 billones de dólares al PIB hasta 2025. Europa, en cambio, solo liberó 500 MHz y mantiene reservados 700 MHz para redes 5G, lo que ralentiza la adopción de Wi-Fi 7 en el Viejo Continente. La batalla regulatoria muestra que el poder del Wi-Fi ya no depende solo de ingenieros, sino de agencias gubernamentales que deciden quién puede usar cada trozo de aire.

La brecha digital, sin embargo, se hace más profunda. En zonas rurales de EE. UU. aún hay 7 % de hogares sin acceso fijo comparable; en América Latina la cifra supera el 30 %. Allí, los routers siguen siendo Wi-Fi 4 o 5, vulnerables y lentos. La falta de inversión relega a millones a la “internet de los otros”, una conexión intermitente que impide estudiar en línea o firmar contratos digitales y refuerza la desigualdad estructural.

La seguridad se ha vuelto otro punto de presión. WPA3, obligatorio en los nuevos equipos 6 GHz, cifra cada sesión con claves individuales, pero ABI Research advierte que la mitad de los puntos de acceso corporativos aún no han habilitado la radio de 6 GHz por miedo a brechas. Un ataque masivo a redes Wi-Fi domésticas —como el que paralizó a Estonia en 2007— hoy podría desencadenar apagones de servicios críticos, desde banca hasta telemedicina.

El futuro se escribe en convergencia. Los operadores ya prueban “Wi-Fi 7 + 5G” para que un coche autónomo pase sin solución de continuidad de la autopista (5G) al garaje doméstico (Wi-Fi 7) sin perder latencia. La próxima generación, Wi-Fi 8 (802.11bn), se perfila para 2027 con promesas de latencias inferiores al milisegundo y rendimientos Tbps, esenciales para la realidad extendida y la robótica swarms.

En las ciudades, el Wi-Fi se vuelve inteligente. Algoritmos de inteligencia artificial analizan el tráfico en tiempo real y redirigen flotas de drones, ajustan semáforos o gestionan el consumo eléctrico de edificios. La red invisible ya no solo transporta bits; toma decisiones que impactan en emisiones, horarios de transporte y hasta en la oferta de productos en las estanterías digitales.

El riesgo ético es la concentración de poder. Un puñado de fabricantes de chips y plataformas cloud controla la mayoría de los routers y servidores que median el Wi-Fi. Si un algoritmo decide degradar el servicio a un país, una empresa o un individuo, la red invisible puede convertirse en un mecanismo de censura o castigo económico sin que haya un juez que intervenga.

Por eso, gobernar al gobernador se ha vuelto urgente. Los estados deben liberar espectro, exigir interoperabilidad y financiar programas de actualización de equipos en zonas rezagadas. Al mismo tiempo, ciudadanos y empresas deben exigir transparencia algorítmica y cifrado robusto. Solo así la red invisible seguirá siendo un bien común y no una cortina electromagnética que decida, en silencio, quién tiene derecho al futuro conectado.

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