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¿Quién gobierna Perú? Historia de una presidencia fantasma (2015-2025)

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 14 oct
  • 4 Min. de lectura
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Hace exactamente una década, Perú celebraba un crecimiento económico envidiable y una transición democrática aparentemente consolidada. Sin embargo, entre 2015 y 2025 el país ha tenido siete presidentes, ninguno concluyó su mandato y el Congreso se convirtió en un “reality show” de destituciones exprés. La pregunta que hoy se repite en taxis, aulas y portales de noticias es cómo pasamos de ser el “jaguar de América Latina” al ejemplo regional de ingobernabilidad.

El punto de quiebre visible fue 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski ganó por apenas 40,000 votos a Keiko Fujimori. Desde el primer día gobernó sin mayoría; Fujimorismo y Apra controlaban el Parlamento y bloquearon toda iniciativa. En menos de dos años estalló el caso Odebrecht; se demostró que empresas del entonces presidente habían cobrado asesorías al gigante brasileño. La vacancia parlamentaria pasó de ser un artículo olvidado de la Constitución a la espada de Damocles del Ejecutivo.

La renuncia de Kuczynski en marzo de 2018 no calmó las aguas. Martín Vizcarra, su vicepresidente, llegó prometiendo “la política de las pocas palabras” y disolvió el Congreso en 2019, invocando una faceta constitucional que nadie había usado en 20 años. La medida fue popular, pero también marcó el inicio de la era del “golpe institucional recíproco”: si el presidente puede cerrar el Parlamento, los legisladores pueden destituir al presidente por “incapacidad moral”, una definición tan vaga que cabe cualquier interpretación.

La pandemia de 2020 aceleró la implosión. Vizcarra fue destituido en noviembre por un Congreso que alegó “incapacidad moral” tras revelarse que había recibido sobornos cuando era gobernador. Manuel Merino, presidente del Legislativo, asumió y duró solo cinco días: miles de jóvenes salieron a las calles, dos murieron por disparos de la policía y la comunidad internacional habló de “golpe parlamentario”. El país entero comprendió que la crisis ya no era de nombres, sino de reglas de juego rotas.

Francisco Sagasti condujo una transición de seis meses que sirvió para exhalar, pero no para reformar. En abril de 2021 los peruanos eligieron a Pedro Castillo, un maestro ruralista sin experiencia nacional ni partido sólido. Su victoria fue tan estrecha como la de Kuczynski y su destino, similar; 80 ministros en 16 meses, investigaciones por corrupción y, el 7 de diciembre de 2022, un autogolpe frustrado. Castillo anunció la disolución del Congreso desde el balcón del Palacio, jamás llegó a firmar el decreto; fue destituido, detenido y reemplazado por su vicepresidenta, Dina Boluarte, en cuestión de horas.

El ciclo 2022-2025 bajo Boluarte confirmó que la enfermedad es sistémica. Sin coalición propia, la presidenta sobrevivió a cuatro mociones de vacancia y a protestas que dejaron más de 60 muertos, la mayoría en regiones andinas que se sintieron excluidas del poder por primera vez en dos décadas. Mientras tanto, la inseguridad se metió en las cocinas limeñas: en lo que va del año han sido asesinados 180 choferes de transporte público y la extorsión creció 45 %, obligando a paralizar rutas enteras. El 10 de octubre de 2025 el Congreso la destituyó con 121 votos, la cifra más alta jamás registrada para una “vacancia”.

La pregunta obligada es por qué se repite la historia. La Constitución de 1993 diseñó un presidencialismo sin freno parlamentario; basta 87 de 130 congresistas para destituir al presidente, mientras que él necesita 66 para gobernar. Al mismo tiempo, prohibe la reelección inmediata, lo que convierte a los legisladores en “turistas políticos” sin incentivos de mediano plazo. El financiamiento de campañas sigue siendo opaco y los partidos, meras marcas temporales que se disuelven cada elección. El resultado es un mercado de candidatos sin lealtades ni programas.

El daño colateral es económico y social. La inversión pública se ha ralentizado: entre 2019 y 2024 el gasto en infraestructura cayó 1.2 puntos del PBI por miedo a investigaciones y cambios de ministros. La confianza del consumidor fluctúa al ritmo de los tweets de los congresistas. Las clases medias ven cómo el crimen organizado copia la impunidad política: si al presidente lo sacan en cuestión de horas, ¿por qué un cobrador de peaje ilegal va a temer la justicia? El Estado ha perdido el monopolio de la fuerza en zonas tan cercanas a Lima como el Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM).

¿Qué sigue? El 14 de abril de 2026 habrá elecciones generales si es que no hay ningún cambio, el nuevo Congreso —que se instalará en julio 2026— podrá decidir cambios para las siguientes elecciones. Las encuestas dan a casi una docena de partidos entre 6 % y 12 % de intención de voto, lo que proyecta un Parlamento aún más atomizado. El próximo presidente probablemente gobernará sin mayoría y bajo la amenaza inmediata de vacancia. Mientras tanto, la ciudadanía ha aprendido a protestar antes que a votar; las movilizaciones se convocan por WhatsApp en horas y la represión policial ya no sorprende a nadie.

La salida no es técnica, es política. Se necesita un pacto de gobernabilidad que eleve a 104 votos el umbral de vacancia, obligue al Congreso a aprobar un presidente dentro de 30 días o convocar elecciones simultáneas y transparente el financiamiento de campañas. Pero sobre todo hace falta que los peruanos entendamos que la democracia no es solo castigar al corrupto de turno: es construir reglas que obliguen a los próximos a no serlo. Si el 2026 llega sin reformas, el próximo presidente de la década podría jurar el cargo sabiendo que su mayor logro será, una vez más, no terminarlo.

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