El costo humano de la geopolítica: cómo los enfrentamientos entre potencias se cobran vidas inocentes
- Alfredo Arn
- 11 oct
- 4 Min. de lectura

Los conflictos geopolíticos y geoeconómicos han dejado de ser meras disputas territoriales o ideológicas para convertirse en batallas que devastan la vida cotidiana de millones de personas. Mientras los gobiernos negocian sanciones, alianzas militares o rutas comerciales, son los civiles quienes pagan el precio más alto. En Sudán, más de doce millones de personas han abandonado sus hogares desde 2023, huyendo de una guerra que parece no tener fin. Esta cifra no solo representa la mayor crisis de desplazamiento actual, sino también un ejemplo de cómo la inestabilidad política se traduce en tragedia humana.
La geoeconomía, entendida como el uso de herramientas económicas para fines estratégicos, ha intensificado estos sufrimientos. Las sanciones internacionales, los boicots comerciales y la reconfiguración de cadenas de suministro no solo afectan a los regímenes objetivo, sino que colapsan las economías locales más vulnerables. En Yemen, el bloqueo naval y las restricciones a las importaciones han convertido el acceso a alimentos y medicinas en un lujo inalcanzable para la mayoría. Mientras tanto, los precios de los productos básicos se disparan, y el hambre se convierte en un arma más efectiva que cualquier misil.
El colapso de los sistemas de salud es una de las consecuencias más invisibles pero demoledoras de estos enfrentamientos. En Sudán, ocho de cada diez hospitales principales han dejado de funcionar por falta de personal, insumos o por haber sido bombardeados. Esto significa que niños con desnutrición severa, mujeres embarazadas o heridos de guerra mueren por causas prevenibles. La interrupción de la atención médica no solo mata en el presente, sino que deja cicatrices duraderas: brotes de cólera, sarampión y otras enfermedades prevenibles regresan con fuerza cuando desaparece la vigilancia epidemiológica.
La educación, otro pilar del desarrollo humano, se convierte en daño colateral de estas guerras. Millones de niños en Myanmar, Sudán del Sur o Afganistán han perdido años escolares, lo que perpetúa ciclos de pobreza y violencia. Las escuelas son ocupadas por milicias, los maestros huyen o son asesinados, y las familias, en su lucha por sobrevivir, ven la educación como un lujo que no pueden permitirse. Esta generación perdida no solo representa un fracaso humanitario, sino también una bomba de tiempo social: jóvenes sin futuro son reclutas fáciles para grupos armados o redes criminales.
La fragmentación económica global, impulsada por la rivalidad entre potencias como Estados Unidos y China, ha añadido una dimensión nueva y peligrosa. La "desglobalización" forzada no solo encarece los productos, sino que crea bloques económicos excluyentes. Países africanos o latinoamericanos se ven obligados a elegir bandos, perdiendo acceso a mercados, inversiones o tecnologías cruciales. Esta nueva Guerra Fría económica no tiene fronteras claras, pero sus efectos se sienten en cada tienda de barrio donde falta el pan o en cada hospital sin antibióticos.
La migración forzada es quizás el síntoma más visible de este desastre. Los campos de refugiados en Chad, Jordania o Colombia están repletos de familias que no buscan una vida mejor, sino simplemente sobrevivir. Pero estos flujos masivos también desestabilizan a los países receptores, que carecen de recursos para absorberlos. Tensiones étnicas, competencia por el agua o la tierra, y el colapso de servicios públicos convierten a los refugiados en chivos expiatorios fáciles, alimentando nuevos conflictos. Así, la violencia se reproduce como un virus que salta de frontera en frontera.
Paradójicamente, mientras los civiles mueren, las industrias de la guerra prosperan. La venta de armas se ha disparado, con potencias suministrando equipos a ambos lados de conflictos proxy (1). Las empresas de seguridad privada multiplican sus contratos, y los grupos armados controlan rutas comerciales clave, desde minas de oro hasta oleoductos. El saqueo de recursos naturales se ha convertido en un motor de guerra: en el este del Congo, el coltán (2) que usamos en nuestros celulares financia milicias que violan y asesinan sistemáticamente. Cada consumidor occidental es, sin saberlo, cómplice de esta cadena de sufrimiento.
Frente a esta devastación, la respuesta internacional sigue siendo insuficiente y selectiva. Mientras algunos conflictos reciben atención mediática y ayuda humanitaria, otros, como el de Sudán o Tigray, permanecen en el olvido. Las instituciones multilaterales, paralizadas por los vetos de los miembros del Consejo de Seguridad, ven cómo se violan sistemáticamente las leyes internacionales. Hasta que la comunidad global no entienda que la seguridad de un campesino en Darfur está conectada con la estabilidad del mundo entero, seguiremos repitiendo esta historia interminable: guerras que empiezan en palacios y terminan en tumbas anónimas.
(1) En geopolítica un conflicto proxy (o guerra por poder interpuesto) es aquel en que Estados, potencias o grupos externos apoyan –con armas, dinero, entrenamiento, inteligencia o propaganda– a bandos locales o regionales, pero sin comprometer abiertamente sus propias fuerzas armadas.
(2) Coltan es la abreviatura de columbita-tantalita, un mineral metálico de color negro o pardo que contiene dos metales clave: Tántalo (Ta) – indispensable para fabricar condensadores muy pequeños que almacenan mucha energía sin perderla; por eso está en móviles, portátiles, consolas, cámaras, automóviles, aviones y equipos médicos (marcapasos, audífonos) y Niobio (Nb) – se emplea en aleaciones de acero que soportan altas temperaturas, por ejemplo en turbinas de reactores, cohetes y tuberías de gasoductos







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