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La economía climática como estrategia de desarrollo humano y sostenibilidad planetaria: oportunidades, riesgos y agenda de investigación

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 10 oct
  • 4 Min. de lectura
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La emergencia climática ha convertido la descarbonización en un imperativo ético, económico y político. Sin embargo, la pregunta central ya no es si reducir emisiones, sino cómo hacerlo de modo que al mismo tiempo se reduzca la pobreza, se cree empleo de calidad y se conserve la integridad de los sistemas socio-ecológicos. Este artículo sostiene que la economía climática—entendida como el conjunto de flujos de inversión, regulaciones, tecnologías y prácticas productivas orientadas a la mitigación y adaptación al cambio climático—puede generar beneficios simultáneos para las personas y para el planeta siempre que se diseñe bajo principios de justicia distributiva, procedimientos y reconocimiento.

El marco teórico se construye a partir de tres corrientes. Primero, la economía del desarrollo humano de Mahbub ul Haq y Amartya Sen, que sitúa la ampliación de capacidades como fin último de la acción pública. Segundo, la economía ecológica, que internaliza la biosfera como soporte vital y límite absoluto a la expansión material. Tercero, la literatura de transición justa, que alerta sobre los costes desiguales de la transformación estructural. La integración de estos enfoques permite formular la hipótesis de que la economía climática es compatible con el desarrollo humano si las exterioridades negativas se internalizan progresivamente y los dividendos de la transición se redistribuyen activamente.

La evidencia empírica reciente avala el potencial de creación de empleo. El Informe Mundial sobre Energías Renovables (IRENA, 2023) estima que cada millón de dólares invertido en energía solar fotovoltaica genera 7.5 empleos-directos equivalente a tiempo completo, frente a 2.7 en gas natural y 1.2 en carbón. Además, entre 2015 y 2022 el costo nivelado de la electricidad solar cayó un 85 %, eliminando la barrera de competitividad que históricamente justificaba la dependencia de combustibles fósiles. En términos de salud, la Organización Mundial de la Salud calcula que alcanzar los objetivos de calidad del aire de la OMS evitaría 2.3 millones de muertes prematuras anuales en países de ingreso medio, liberando recursos fiscales equivalentes al 2 % de su PIB.

Desde la perspectiva del planeta, los modelos de equilibrio general con restricción de carbono (IAM) muestran que escenarios de 1.5 °C con altas tasas de inversión en eficiencia y renovables reducen la pérdida neta de biodiversidad en 35 % respecto a trayectorias de 2 °C. La agricultura climáticamente inteligente—que combina labranza de conservación, agroforestería y biochar—puede secuestrar entre 0.4 y 1.2 Gt CO₂-año⁻¹ sin comprometer la seguridad alimentaria, siempre que se acompañe de mecanismos de transferencia tecnológica hacia pequeños productores. Asimismo, la internalización del costo social del carbono eleva el precio relativo del ganado intensivo, desincentivando la expansión de la frontera agrícola en biomasas críticas como el Cerrado y el Gran Chaco.

No obstante, la distribución espacial y sectorial de costos y beneficios es altamente asimétrica. Los países de ingreso bajo, que concentran el 62 % de la población expuesta a riesgo mortal por olas de calor, solo reciben el 18 % de la inversión internacional en adaptación. Dentro de los países, los trabajadores del carbón y sectores energointensivos enfrentan una probabilidad de desempleo estructural 3.5 veces superior al promedio nacional, careciendo de capital humano transferible a industrias verdes. Las simulaciones de equilibrio parcial para Colombia y Sudáfrica indican que, sin políticas de transición justa, la pobreza multidimensional aumentaría 2.1 puntos porcentuales como consecuencia del cierre de minas.

Para conciliar eficiencia ambiental y equidad social se requiere un portafolio de instrumentos. Primero, impuestos diferenciados al carbono con devolución progresiva: el dividendo climático canadiense devuelve el 90 % de los ingresos a los hogares, resultando en un impacto neto positivo en los quintiles inferiores. Segundo, esquemas de garantía de ingresos durante la reconversión, financiados con bonos verdes soberanos ligados a métricas de empleo justo. Tercero, cofinanciación de infraestructuras de adaptación (riego tecnificado, alertas tempranas) a través de fondos climáticos multilaterales que prioricen la participación de mujeres y pueblos indígenas en los diseños. La evidencia de programas piloto en Kerala (India) y Antioquia (Colombia) muestra reducciones de 30 % en la vulnerabilidad de ingresos tras eventos climáticos extremos.

La agenda de investigación futura debe abordar tres vacíos. En primer lugar, la microeconomía de la innovación verde en mercados informales: ¿cómo incentivar la adopción de cocinas limpias o paneles solares desmontables en contextos de tenencia insegura? En segundo lugar, la valoración de activos naturales en Estados insolventes: ¿puede la deuda-naturaleza evitar la liquidación acelerada de patrimonio ecológico sin afectar la soberanía alimentaria? En tercer lugar, la medición dinámica de la pobreza energética en hogares que simultáneamente sufren cortes de suministro y eventos climáticos extremos, para evitar subestimar la dimensión temporal de la vulnerabilidad. La generación de datos longitudinales y experimentales es crítica para calibrar políticas que sean resilientes a la incertidumbre climática y macroeconómica.

En síntesis, la economía climática no es una panacea automatizada sino una trayectoria contingente cuyos resultados distributivos y ambientales dependen de la arquitectura institucional que la articule. Los beneficios conjuntos para las personas y el planeta son alcanzables si los gobiernos integran la internalización de externalidades negativas con la expansión de capacidades humanas, y si la comunidad internacional corrige los sesgos de financiamiento que actualmente penalizan a los más vulnerables. La transición justa no es un apéndice ético sino la condición de viabilidad política de cualquier estrategia de descarbonización que pretenda ser sostenible en el largo plazo.

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