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Perú 2025: Atrapado entre la inseguridad, la corrupción y la desigualdad que ahogan su futuro 

  • Foto del escritor: Alfredo Arn
    Alfredo Arn
  • 15 sept
  • 3 Min. de lectura
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Mientras el calendario avanza, Perú sigue estancado en un triángulo vicioso que asfixia su desarrollo: la inseguridad ciudadana galopante, la corrupción institucionalizada y una desigualdad económica que fractura el tejido social. A ocho meses del año, ninguna de estas crisis muestra signos de alivio. Por el contrario, se profundizan con consecuencias cada vez más visibles: calles inseguras, hospitales colapsados, jóvenes sin empleo y una ciudadanía que ha perdido toda confianza en sus autoridades.

La inseguridad ya no es solo un problema de Lima. Ciudades como Trujillo, Chiclayo, Arequipa y Piura reportan aumentos alarmantes en robos agravados, extorsiones y microcomercialización de drogas. La Policía Nacional, desbordada y mal equipada, no logra contener la ola delictiva. En el VRAEM y la Amazonía, el crimen organizado opera con impunidad, controlando rutas de narcotráfico y minería ilegal. Las cifras oficiales reconocen que menos del 20% de los delitos son esclarecidos, y los ciudadanos se sienten solos frente a la violencia.

Paralelamente, la corrupción sigue siendo el cáncer del Estado. El escándalo “Los Niños del Poder”, destapado en 2024, reveló cómo jóvenes funcionarios con contactos políticos movían millones en sobornos desde ministerios clave. En 2025, el caso avanza con lentitud judicial y evidente protección política. Mientras tanto, alcaldes y gobernadores regionales siguen desviando fondos públicos en obras fantasmas o licitaciones amañadas. Transparencia Internacional ratificó este año que Perú sigue entre los países más corruptos de América Latina, con una puntuación de apenas 34 sobre 100.

La desigualdad, por su parte, se ha vuelto estructural. Aunque el país crece a un modesto 2.5%, la riqueza se concentra en pocas manos; el 10% más rico acapara más de la mitad del ingreso nacional. Mientras en San Isidro o Miraflores se inauguran centros comerciales de lujo, en Huancavelica o Loreto familias enteras carecen de agua potable y electricidad. El salario mínimo apenas cubre el 60% de la canasta básica familiar, y tres de cada cuatro trabajadores están en la informalidad, sin acceso a salud ni pensión.

Las consecuencias políticas no se hacen esperar. La desconfianza en el Congreso roza el 90%, y el Poder Judicial no logra recuperar credibilidad. Las protestas sociales, aunque aún dispersas, se multiplican en el sur andino y la selva, donde las demandas por justicia ambiental y empleo digno chocan con la indiferencia del gobierno central. Analistas advierten que, sin reformas profundas, el país podría enfrentar una nueva ola de inestabilidad institucional antes de que termine el año.

El gobierno de Dina Boluarte, con un gabinete renovado pero sin rumbo claro, ha priorizado la estabilidad sobre la transformación. Anuncia planes de seguridad y lucha anticorrupción, pero carece de estrategia integral y recursos suficientes. Los ministerios clave —Interior, Economía y Justicia— actúan de forma descoordinada, mientras el Congreso bloquea cualquier iniciativa que amenace los privilegios de la clase política. La ciudadanía, hastiada, ve cómo las promesas electorales se diluyen en la burocracia y el clientelismo.

Sin embargo, no todo está perdido. Organizaciones civiles, periodistas de investigación y fiscales valientes siguen destapando redes de corrupción y exigiendo rendición de cuentas. Movimientos juveniles y colectivos feministas presionan por reformas urgentes. La tecnología y las redes sociales han permitido visibilizar abusos y movilizar conciencias. El potencial de cambio existe, pero requiere una ciudadanía activa, medios libres y líderes con coraje ético —algo que, hasta ahora, escasea en los pasillos del poder.

Perú en 2025 no necesita más diagnósticos; necesita decisiones valientes. Si no se rompe el círculo de impunidad, exclusión y violencia, el país seguirá retrocediendo mientras el mundo avanza. El tiempo se agota, y con él, la paciencia de millones que ya no creen en promesas vacías. El futuro del Perú no depende de los políticos de turno, sino de la capacidad de su pueblo para exigir, organizarse y reconstruir —desde abajo— un Estado que sirva a todos, no solo a unos pocos.

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